Estoy sentada en una habitación blanca. No hay nadie más. No sé cómo he llegado hasta aquí ni el principio de la cadena de acontecimientos que me ha llevado a esta habitación en este preciso momento. La estancia tiene una hilera de sillas de plástico también blancas y parece una sala de espera. Me llaman y paso a otra habitación, el mismo blanco de pared, los mismos azulejos en el suelo hasta el orden de las sillas es el mismo. Paso a una tercera habitación que es igual a las anteriores. Paso una tras otra, siempre permanezco sola, sentada un rato hasta que me llaman, espero un poco y me hacen pasar a la siguiente.
Pierdo la noción del tiempo que llevo pasando de una a otra y la cuenta de las salas en las que he estado. Llego a la conclusión de que debe de tratarse de salas de espera. Cuando ya estoy cansada de pasar de una sala a otra y de esperar aparece la silueta de una persona. Se trata de un hombre al que no he visto nunca con ropa blanca, pelo largo y barba y rompiendo el silencio con voz serena me dice:
—Soy Dios. —continúa— Has tenido un accidente de tráfico muy grave y estoy decidiendo si te vienes conmigo.
Todo depende finalmente de que alguien me diga que sí o que no.
En ese momento me despierto. Todo ha sido un sueño. Me lleva un rato volver a la realidad y tras meditar sobre ello me doy cuenta de que lo que más perturbador de todo es que, en verdad, no se trata de un sueño sobre la vida o la muerte sino de si me seleccionan o no.