¡Qué divertido es deslizarse por la barandilla junto a las escaleras de la glorieta! Me pregunto si la persona que lo diseñó imaginó que algún día los niños lo usarían de tobogán constantemente es sus visitas al centro de la ciudad. He venido a jugar junto a mi amiga Mara al salir del cole, no paramos de lanzarnos la una detrás de la otra por la ancha baranda de piedra, prácticamente le estamos sacando brillo con el trasero.
Mara es bastante bruta, se lanza sin contemplaciones y temo que en una de esas veces que nos estamos tirando me acabe aplastando. Llevo una falda muy bonita, me la ha cosido mamá, tiene un estampado de flores rosas, una puntilla blanca en el bajo y hasta le ha puesto dos discretos y útiles bolsillos a los lados. El conjunto lo completa una camisa blanca.
Es viernes por la tarde y creo que nos podríamos estar tirando por este atípico tobogán todo el día. Las palomas revolotean alrededor comiendo los granos de maíz que les tira la gente. Llevamos varias bajadas cuando sucede: he llegado al final de la bajada de la barandilla, me detengo un poco en el saliente antes de bajarme porque la falda se me ha quedado pillada en el muslo y Mara sin prestar atención a que me había detenido se lanza como un pesado misil balístico.
Mara me arrolla en su descenso, cae sobre mí en el suelo y me golpeo la cabeza. Apenas oigo cómo la llama su madre y se marcha, dejándome allí tirada, cuando todo se funde en negro. ¡Qué dolor de cabeza! me despierto en el mismo punto que estaba pero parece haber pasado mucho tiempo, está anocheciendo. Tengo el cuerpo un poco entumecido, sigo tendida en el suelo de la plaza y me llevo una mano a la parte posterior de la cabeza. Al volver a mirarme la mano, veo que está llena de sangre. Me quedo un poco impactada por el rojo pero no puedo quedarme ahí tumbada. Intento levantarme aunque resulta un poco costoso. En ese momento, empieza a aparecer por mi lado una señora, joven, viste un bonito vestido rosáceo, se saca un pañuelo blanco del bolsillo y me ayuda a levantarme. Me da el pañuelo para que me lo ponga en la nuca con una sonrisa. Se lo agradezco y me pregunto si me podría acompañar a casa. Entonces, inicia la marcha como si me guiara, la sigo y empiezo a liderar el camino.
La dama del pañuelo no dice nada en todo el tiempo, solo se limita a acompañarme con una sonrisa. Tiene una gracilidad que casi la hace etérea. Lleva un vestido de color rosáceo y un elegante recogido. Caminamos por la calle en un cómodo silencio, yo apretando el pañuelo contra mi nuca y ella produciendo un suave y casi inaudible frúfrú con los pliegues de la falda de su vestido. Llegamos a la puerta de casa y se queda parada ahí a un par de metros esperando a que entre. Miro una vez atrás antes de cruzar el umbral de la puerta y la veo allí en la distancia, solemne, esperando a que entre.
Entro en casa y me duele tanto la cabeza que subo a mi habitación sin mediar palabra con mi madre que está en el salón visiblemente contrariada. A la mañana siguiente, despierto en mi habitación, tengo la sensación de haber tenido un sueño extraño. Me miro la mano y la tengo llena de sangre seca. Bajo a desayunar algo atolondrada, mi madre sigue de mal humor y comienza:
—¡Anda que sí! ¿Qué estuviste haciendo ayer que llegaste tan tarde? Y al llegar apenas si saludaste.
—Me entretuve jugando en la glorieta —respondí yo— y perdí la noción del tiempo pero no pasó nada porque una señora muy amable me acompañó a casa.
—¿Pero qué estás diciendo? Llegaste sola, Diana.
Mi madre que seguía muy airada se puso a recoger la cocina y yo, que todavía llevaba la misma ropa del día anterior, no pude evitar llevarme la mano al bolsillo de la falda donde encontré el pañuelo de la mujer.
